Por Jorge
Surraco Ba
Juan Manuel de Rosas-Litografía |
Recorriendo viejos libros, fáciles de hallar, pero necesariamente
a través de una lectura detenida y atenta, es posible conocer costumbres,
gustos, aspectos de la vida cotidiana que la historia de los manuales no
registra. En esta nota, por ejemplo, vamos a enterarnos cual era el plato
preferido de Don Juan Manuel de Rosas; cómo se hacía helado en 1840; sobre
ciertas aves que hoy no se nos ocurriría comer, pero que eran platos habituales
en aquellos años o cuál era el gusto que tenían las empanadas ofrecidas por
entonces en Buenos Aires.
En esta oportunidad hemos recurrido a “Mis memorias” de Lucio V Mansilla[1],
donde luego de describir la casa de sus padres, relata algunos aspectos de lo
que se ponía en la mesa familiar para satisfacer los estómagos.
Lucio V Mansilla en su juventud |
Pero antes veamos un detalle respecto a la denominación que
se usaba entonces respecto al acto de comer:
“La hora de
almorzar llegaba. En la casa había campanillas de alambre. Sonaba la del
comedor; una vez, a esta hora (la de
almorzar); dos, con intervalos, a la
de comer…” Utiliza las palabras “almorzar” y “comer” para denominar
distintas ingestas que parecen no coincidir con las usamos actualmente. Más
adelante agrega: “Se almorzaba a las ocho y media o nueve y
se comía a las cuatro y media o cinco habitualmente.”
Puede decirse que llamaban
almuerzo a lo que hoy denominamos desayuno y comida a una ingesta que cubría
nuestro almuerzo y cena, dado que se
producía en un período intermedio. Al respecto puedo referir un recuerdo de mi
adolescencia cuando pasaba los veranos en el campo con un tío, en Entre Ríos,
donde se utilizaban esas antiguas denominaciones y horarios, en este caso
justificado por la organización del trabajo que exigía la explotación ganadera.
Nos levantábamos a las cinco de la mañana; se tomaba mate con alguna galleta y
se salía a trabajar. Esto se parece al relato de Mansilla cuando dice que a los
chicos los despertaban temprano con la llegada del lechero, se les daba un una
taza de leche con espuma, sin pan y los mandaban a estudiar. Volviendo a mi
recuerdo, alrededor de las ocho de la mañana se daba la voz de ir a “almorzar”.
Nos dirigíamos a “las casas” y en la gran cocina llena de humo nos esperaban
churrascos a la parrilla con galletas y mate cocido, que devorábamos con entusiasmo.
Terminado este “almuerzo”, regresábamos a los potreros para trabajar con el
ganado hasta las dos o tres de la tarde cuando se volvía para comer y sestear.
Pero en la época de Rosas,
¿No se comía al mediodía? En tal sentido, Lucio Mansilla, informa): “Entre una
y otra colación había algún tentempié, y el mate, va sin decirlo. Había una
razón principal para comer temprano, siendo la hora normal las cuatro; que la
luz en las casas era poquísima…” A partir de aquí se explaya en las distintas
formas muy precarias de iluminarse que por ahora no importan para los fines de
esta nota. Sí interesa, el contenido de la mesa del “almuerzo” matutino: “Las
viandas eran pocas, pero asaz (bastante)variadas:
puchero, de carne o de gallina, con zapallo, arroz y acelgas, siempre, y
algunas veces con papas y choclos (coles, ¡ni el olor!), fariña[2] o
quibebe[3]
de ordenanza (obligatoriamente), y pasteles, de los que vendían las negras
o negros pasteleros yendo de casa en casa de los marchantes[4]
con el tablero cubierto con
una bayeta[5]
entre un pedazo de género de algodón, nada albo (blanco),
para conservar el calor de la factura. Pero sabían bien. Empanadas rara vez.
Eran muy pesadas.” Parece que las empanadas porteñas eran incomibles.
Mansilla nos dice que no eran una especialidad de la región litoral y hace el
elogio de las producidas en varias provincias del interior, especialmente del
noroeste.
Pero falta algo más para la hora de almorzar: “Cuando no
había puchero, había bistec, carne frita en grasa con un poco de tomate y de
cebolla. Y cuando no había bistec, había huevos revueltos y carne fiambre o
chatasca[6],
y de cuando en cuando jamón, y generalmente alguna fruta de la estación y queso
criollo. Café con leche para los grandes, té con ídem para los chicos, con poco pan y manteca, y mazamorra[7].”
Con
todo ese menú ingerido a las ocho y media de la mañana, es probable que por
muchas horas el apetito no aparecía hasta la hora de “comer”: “La comida
comenzaba con sopa (solía haber entremés de aceitunas, sardinas y salchichón)
de pan tostado o no, (la
sopa) o de fideos, o de arroz a la
valenciana. Pescado (al que mi padre era aficionado como yo ahora), casi
siempre… Si no había pescado fresco, había bacalao. Seguía el asado, de vaca o
de cordero y la ensalada de lechuga o de escarola o de papas o de pepinos…
guiso de garbanzos o de porotos, y con más frecuencia de lentejas, muy
alimenticias, decían, con huevos escalfados[8] a
veces, o albóndigas o locro o sesos, o molleja, asada o guisada (el plato
predilecto de mi tío Juan Manuel –se
refiere a Don Juan Manuel de Rosas), patitas
de cordero o de chancho o mondongo o humita o pastel de choclo…”
“El
postre eran fritos de papas con huevo y harina, polvoreados con azúcar molida,
o tortilla ídem con acelgas… o
dulces diversos que se compraban en las casas especialistas del barrio… Como a
la hora del almuerzo, había fruta, café nunca ni (tampoco) té.” Recordemos que
estas infusiones eran consumidas en el “almuerzo”.
Más
adelante, Mansilla hace una enumeración de las carnes de distinto origen
animal, que podían consumirse, alternativamente, por supuesto: “carne de
vaca, de chancho, de carnero, lechones, conejos, mulitas y peludos; carne con
cuero y matambre arrollado; gallinas y pollos, patos caseros y silvestres,
gansos, gallinetas y pavas, perdices, chorlitos y becasinas[9],
pichones de lechuza y de loro (bocado de cardenal)…” Interesante el comentario sobre los pichones de loro.
En
cuanto a los huevos: “…(de gallina, naturalmente) y los finísimos
de perdiz y teruteru…”
También
se refiere a los pescados: “…desde el
pacú, que ya no se ve, hasta el pejerrey, y del sábalo no hay que hablar…”
Legumbres:
“…porotos, habas, maní, fariña, fideos,
sémola, arvejas, chauchas, garbanzos, lentejas…”
Verduras: “…espinacas,
coles, nabos, zanahorias papas, zapallos, berenjenas, alcauciles, pepinos,
tomates cebollas, pimientos, lechugas varias (zapallitos tiernos para el carnaval gritaban los vendedores)…”
Quesos: “…quesillos
y quesos, siendo los más reputados los de Goya y Tafí, y los de Holanda,
genuinos entonces…”
Frutas: “…de no
pocas clases: higos, uvas, guindas, frutillas, damascos, peras, pelones,
melones, sandías, ciruelas, nísperos, naranjas, bananas (escasas)…”
¿También helados? “…Cuando caía granizo en abundancia, se
recogía una buena cantidad y se hacían helados de leche y huevo con canela o
con vainilla.” Menciona al pasar un cilindro donde por turnos cada
uno movía, para lograr la crema. Eran en realidad dos cilindros uno más grande
y otro más chico dentro, alrededor del cual se colocaba el granizo para el
enfriamiento. Claro que no había forma de conservarlo por lo cual su consumo
era inmediato.
Por supuesto que a todo
esto hay que agregar las conservas de todo tipo que mi generación conoció muy
bien en nuestra infancia y también las llamadas frutas secas: “…pasas, los
orejones, las nueces, las avellanas, y la pastelería de choclo y harina y los dulces…” Como
puede apreciarse, nuestros antepasados pudientes no se privaban de nada. El
mismo Masilla, lo reconoce: “…nuestros
abuelos, siendo frugales (¿?), comían bien y de lo aconsejado por la moderna
higiene.”
Hace luego un comentario
que posiblemente conteste rumores que hablaban mal de la época de Rosas
respecto a la alimentación: “Hay
gente que cree que, en la época de que hablamos, no se comía bien. Es preciso
que salgan de su error. Se comía moderadamente. Los tiempos eran duros. (Pero) Mal no.” Habría que conocer
cual era su concepto de lo moderado.
También se refiere al consumo de vino: “…se tomaba muy poco en la mesa de mis
padres. Mi madre jamás en su vida lo bebió, le repugnaba. Mi padre, aunque muy
fuerte (tanto, que nunca se había embriagado) tomaba muy poco. El vino que de
diario se tomaba, se compraba mandando el botellón, en la esquina de San Pío si
era carlón[10], y en el almacén del
jorobado si era priorato[11];
lo cual no quiere decir que no hubiera vinos embotellados en casa. Sí, los
había.”
Y una curiosa forma de
conservarlo: “…Algunos
estaban enterrados (es muy bueno) en el último patio, que, al efecto, tenía un
espacio sin enladrillar…”
Hoy
es posible averiguar que comían en el pasado las familias distinguidas o
“paquetas”, porque de ese sector social no es extraño encontrar documentos
(memorias, cartas y otros tipos de material escrito). No pasa lo mismo con las
clases populares, por lo general iletradas y no consideradas sujetos de la
historia, más allá de su participación como carne de cañón en las diferentes
guerras o ser la “chusma” presentada como telón de fondo de las hazañas de la
clase “superior”. No obstante de algún párrafo perdido de los documentos
mencionados, puede inferirse lo relacionado con la vida cotidiana de los
pueblos. Pero esto lo dejamos para otra oportunidad.
FUENTES
Mansilla, Lucio V. – Mis Memorias, infancia y adolescencia, París 1904, Versión digital de Librodot: http://www.librodot.com
Mansilla, Lucio V. – La mesa de mis padres, Capítulo de Mis Memorias, reproducido por Busaniche,
José Luis en Estampas del Pasado, tomo 2, Hyspamérica, Buenos Aires, 1986.
[1] Lucio
Victorio Mansilla (1831-1913)
fue un militar argentino, también periodista,
escritor,
político
y diplomático, autor, entre otros, del libro Una excursión a los indios ranqueles,
fruto de una recorrida que emprendió en 1870 por los toldos de
estos pueblos originarios de América. Fue hijo del
general del mismo nombre, héroe del Combate de La Vuelta de Obligado contra la
flota anglo francesa que invadía el Río Paraná y de Agustina Rosas, hermana de
Don Juan Manuel de Rosas.
[2] Fariña: En Argentina, Colombia,
Paraguay, Perú y Uruguay, es una harina
gruesa de mandioca. Se la suele preparar de muchas maneras, siempre con
cebollas y caldo de verduras. Tiene la textura de un puré.
[3] Quibebe o Kibebe: es un plato de origen
guaraní, con una textura de punto medio entre una sopa y un puré, muy consumido
en el norte de Argentina y en el Paraguay, muy sencillo y sabroso, a base de
zapallo y queso. Se puede servir como primer plato o como guarnición.
[4] Marchante: americanismo que en aquellos años
significaba parroquiano de un comercio, lo que hoy llamamos cliente.
[6] Chatasca o charquicán: guiso hecho con
charqui, ají, papas y otras legumbres.
[7] Mazamorra: comida a base de maíz blanco
pisado (quebrado) remojado y hervido en agua o leche con algo de miel y una rama de canela. Originalmente, se agregaba la leche fría y la
miel al maíz cuando se terminaba de hervir, siendo ésta una manera de bajarle
la temperatura del hervor.
[8] Huevos escalfados: cocidos en agua
hirviendo sin la cáscara.
[9] Becasina común: Ave que también se la
conoce como agachadiza suramericana, becasina o aguatero; mide entre 27 y 29 cm de longitud y pesa 110 a 115 gramos.
[10] Carlón: Vino proveniente de
la región de Benicarló, de la provincia de Castellón, España. Era el vino que
más se tomaba en Buenos Aires en el siglo XIX. Hizo furor entre los patriotas
de 1810. Se dice que el vino original de España se consumió hasta principios
del siglo XX en la Argentina, época en que una peste hace desaparecer esas
viñas. Inmigrantes de esa región logran producirlo en la provincia de Buenos
Aires. Existe un tango que muchos recordarán en la voz de Edmundo
Rivero,”Pucherito de Gallina”: Cabaret..."Tropezón"..., era la
eterna rutina."Pucherito de gallina", con viejo vino
"Carlón"