Por Jorge
Surraco Ba
Los manteles siempre han conformado un entorno
importante dentro del acto ritual del comer, tanto como la vajilla que se
utiliza. Si bien esta última puede perder importancia a medida que se baja en
la escala social, el mantel mantiene o mejor dicho, mantenía su prosapia. El
cambio de tiempo verbal se debe a que las urgencias de la actualidad, lo han
relegado bastante suplantándolo por los llamados “individuales” de muy variado
carácter.
Pero durante las infancias de clase media
baja, de los años 1940 y 1950, el mantel, sobre todos los destinados a
homenajear a “las visitas”, podía ser un dolor de cabeza por los coscorrones
que se recibían ante determinado trato que daban los chicos a este cobertor de
la mesa, de acuerdo a la categoría del mismo. A mayor categoría, más fuerte el
coscorrón. Porque había varios tipos de manteles: los ya mencionados, “para las
visitas”; los asignados al uso intrafamiliar y los de la mesa de la cocina que
eran habitualmente de hule, antecesor del plástico en estos menesteres.
Los del primer tipo estaban hechos de
hilo de lino o de algodón, de hermosa trama y textura y que presentaban
verdaderas obras de arte del bordado, a veces realizado por las madres de esas
familias, cuando preparaban el ajuar de su futuro matrimonio, acción que se
comenzaba a llevar a cabo mucho antes de la aparición del candidato. Otros
manteles habían pertenecido a la familia por varias generaciones y alguno,
quizá, había inmigrado en el baúl de
algún antepasado.
Los de uso intrafamiliar de tela más
tosca y los de hule, toleraban un trato más rudo, pero los chicos tenían igualmente
una mala relación con ellos. Con los de hule, por el peligro de hacerles un
tajo o agujero con los cubiertos y los de tela por la posibilidad de ser
arrastrados en una levantada brusca de la mesa. Otro de los problemas, era la
tendencia a limpiarse la boca con la parte colgante del mantel dada la
resistencia infantil al uso de las servilletas pero para evitar, educadamente,
recurrir a la práctica de limpiarse con las mangas de la ropa.
Pero esas madres desconocían los
comportamientos en la mesa de los nobles del Renacimiento en Italia, que las
hubiesen dejado paralizadas tan sólo con tener noticias de ellas. Pero la
presencia de un genio ante esas conductas, fue origen de reflexiones, recetas e
inventos gastronómicos de gran interés.
Leonardo Da Vinci, de él se trata, además
de autor de su conocida y genial obra artística, fue maestro de festejos y
banquetes en la corte de Ludovico Sforza “El Moro”, gobernador de Milán.
Antes
había intentado emprendimientos en tabernas por cuenta propia que habían
fracasado. Durante su desempeño en la corte de los Sforza, pudo desarrollar su
inventiva gastronómica tanto en recetas como inventos y recomendaciones. De
todo esto, como era su costumbre, tomaba notas, hacía bocetos y registraba los
mínimos detalles de sus observaciones que, durante mucho tiempo, estuvieron
diseminadas y desconocidas en diferentes archivos. Hace unos quince o más años,
Shelag y Jonathan Routh, compilaron y editaron parte de ese material donde se
puede encontrar una jugosa y gustosa semblanza de la época en cuanto a los
estómagos se refiere.
Con respecto al tema de esta nota debemos
decir que a Leonardo le preocupaban mucho los recursos higiénicos en la mesa
aplicados por su señor Ludovico. Dejemos que él mismo nos lo cuente:
“La costumbre de mi señor Ludovico de amarrar
conejos adornados con cintas a las sillas de los convidados a su mesa, de
manera que puedan limpiarse las manos impregnadas de grasa sobre los lomos de
las bestias, se me antoja impropia del tiempo y la época en que vivimos.
Además, cuando se recogen las bestias tras el banquete y se llevan al lavadero,
su hedor impregna las demás ropas con las que se los lava. Tampoco apruebo la
costumbre de mi señor de limpiar su cuchillo en los faldones de sus vecinos de
mesa.”
También le preocupaba el estado en que
quedaban los manteles luego de finalizados los banquetes por lo que trató de
inventar algo que atenúe esa suciedad. Sigamos leyendo a Leonardo.
Al inspeccionar los manteles de mi señor Ludovico,
luego de que los comensales han abandonado la sala de banquetes, hállome
contemplando una escena de tan completo desorden y depravación, más parecida a
los despojos de un campo de batalla que a ninguna otra cosa, que ahora
considero prioritario,… dar una alternativa.”
“Ya he dado con una. He ideado que a cada comensal
se le dé su propio paño que, después de ensuciado por sus manos y su cuchillo,
podrá plegar para de esta manera no profanar la
apariencia de la mesa con su suciedad. ¿Pero cómo habré de llamar a
estos paños? ¿Y cómo habré de presentarlos?”
El
maestro Da Vinci, no se había dado cuenta que había inventado la servilleta
para aliviar a los conejos y se había acercado a los manteles individuales.
Llegó a dibujar distintos diseños para esos paños y diferentes maneras de
doblarlos pero dudaba de que los nobles hicieran buen uso de él. No escribió
más sobre el tema pero le confió al embajador Pietro Alemanni su preocupación
sobre la suciedad en las mesas y el resultado que obtuvo en la primera
aplicación de su paño. Alemanni lo cuenta en una carta:
“…Y en la víspera de hoy presentó en la mesa su
solución a ello (la suciedad en las mesas de banquete), que consistía en un paño individual dispuesto sobre
la mesa frente a cada invitado destinado a ser manchado, en sustitución del
mantel. Pero con gran inquietud del maestro Leonardo, nadie sabía como
utilizarlo o qué hacer con él. Algunos se dispusieron a sentarse sobre él.
Otros se sirvieron de él para sonarse las narices. Otros se lo arrojaban como
por juego. Otros, envolvían en él las viandas, que ocultaban en sus bolsillos.
Y cuando hubo acabado la comida, el mantel principal quedó ensuciado como en
ocasiones anteriores. El maestro Leonardo me confió su desesperanza de que su
invención lograra establecerse.”
Pobre maestro Leonardo. Su problema era servir a
semejantes bestias. A la distancia, nuestras madres valorarán la pinturita que
éramos sus hijos comparados con tamaños personajes de una época que
generalmente se pinta y se imagina, con la delicadeza de los sones de un laúd.
En otros de sus escritos, Da Vinci,
vuelve sobre estos comportamientos pero no lo hace con un sentido crítico severo
sino como la observación de un problema natural al que él le debe encontrar
remedio. Pero esto será tema de una nota futura.
BIBLIOGRAFÍA
Da
Vinci, Leonardo; Notas de cocina; Shelag
y Jonathan Routh, compiladores; Colección Raros y Curiosos, España, 1999.