Primera parte.
Por Jorge Surraco Ba
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Denis Pack, jefe del Reg 71, integrante de las fuerzas invasoras |
Puede parecer trivial que
nos ocupemos de cómo se alimentaron los invasores, cuando la invasión en sí
misma produjo importantes alteraciones en la política de las colonias
americanas, pero este tema está profusamente tratado por los especialistas y,
por nuestra parte, tenemos la tendencia de mirar los hechos del pasado por el
lado de la cotidianidad y en este caso por el muy humano y necesario del comer.
Además, detenernos en este aspecto, nos permite analizar como fueron tratados
los ingleses; quienes los recibieron bien y quienes de entrada pensaban como
sacárselos de encima. Porque no nos engañemos, anglófilos los hubo y muy
contentos estaban con dejar de ser virreinato español para convertirse en colonia
inglesa. Algunos de los que se inclinaban por esta idea lo hacían por intereses
económicos, especialmente los comerciantes ligados al contrabando; otros por
estrategia pensando que uniéndose a Inglaterra podrían liberarse del rey
español y otros por simple cipayismo. Nada nuevo bajo el sol.
Para tratar este tema de
las comidas nos basaremos en el libro “Buenos Aires y el Interior” de
Alexander Gillespie, oficial inglés que participó de esa invasión y se tomó el
trabajo de escribir sus impresiones sobre el país. Si bien el autor, como es
lógico, expresa los intereses de su corona y su visión de hombre “civilizado”
respecto a un remoto país “salvaje”, no deja de brindarnos jugosa información
sobre aspectos de la vida cotidiana de entonces. En esta oportunidad vamos a
referirnos a su estada en Buenos Aires, dejando para otra oportunidad su relato
sobre el interior, donde son internados los invasores luego de ser derrotados
en la Reconquista de Buenos Aires.
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Recorrido de la flota invasora antes de desembarcar. |
Luego
de dar una vuelta por el Río de la Plata frente a la ciudad de Buenos Aires, la
flota imperial se detiene frente a la costa de Quilmes el 25 de junio de 1806 y
comienza el desembarco. La resistencia ofrecida por las fuerzas locales no fue decidida
ni efectiva, por lo que debieron replegarse sobre la ciudad, situación que permitió el
avance de los invasores. No vamos a detenernos sobre los detalles militares,
por lo demás muy conocidos y que no son nuestro objeto, sólo deseábamos contextualizar el tema que vamos a tratar. El día 27 se intima la
capitulación a la ciudad cuyas las autoridades aceptan primero de palabra y de
inmediato. Ya sabemos que Sobremonte se había tomado la diligencia. No obstante
notamos que las fuerzas invasoras tardaron dos días para recorrer una distancia
no muy grande (algo más de 20 Km.) con una tropa que apenas superaba los 1600
hombres. Claro que había llovido y los caminos eran bastante pantanosos. El 26
a la tarde estaban a 4 Km. de la ciudad y había dejado de llover. “La tarde era hermosa y contemplábamos desde
nuestra posición las altas torres de Buenos Aires…” nos relata Gillespie. Pero
al otro día volvió a llover y el hambre ya preocupaba bastante a la tropa.
“Entrábamos
en la capital por la tarde en espaciada formación de columna, para presentar
una vista imponente de nuestra pequeña banda, en medio de un aguacero y por una
subida muy resbalosa. Los balcones de las casas estaban alineados con el bello
sexo, que daba la bienvenida con sonrisas y no parecía de ninguna manera
disgustada con el cambio.” Ya tenemos los
primeros partidarios de los invasores; las chicas en edad de merecer. En
descargo tenemos que decir que en esos años había mayor número de mujeres que de
hombres en Buenos Aires y unos rubios de ojos azules no venían mal, aunque para
la religión dominante en las colonias, los ingleses fueran herejes. A pesar de
esto hubo varios casamientos “mixtos”, algunos resueltos de manera algo
graciosa.
Pero
veamos como fue la primera comida de los invasores: “Después
de… examinar varias partes de la ciudad, los más de nosotros fuimos compelidos
a ir en busca de algún refrigerio… Nos guiaron a la fonda de los Tres Reyes, en
la calle del mismo nombre…” En realidad la calle se llamaba “Santo Cristo” que es la actual “25 de
Mayo”. Sigue Alexander: “…Una
comida de tocino y huevos fue todo lo que pudieron dar, pues cada familia
consume sus compras de la mañana en la
misma tarde, y los mercados cierran temprano…” Luego advierte que a la misma mesa se sentaron
oficiales españoles con los que horas antes habían combatido y que ahora
compartían el mismo y menguado menú. Y en este punto se produce un interesante
episodio sobre el que vale la pena detenerse.
El dueño de la fonda era un señor Juan Bonfiglio que
resultó muy venerado, agradecido y recomendado por los invasores porque, según
Gillespie, “…Ese posadero resultó
bondadoso amigo de nuestra nación, proporcionando asilo gratuito a muchos
prisioneros comerciantes caídos en manos del enemigo después de la reconquista,
que fueron olvidados y abandonados. Los vistió y alimentó, y no faltaron
ofrecimientos de dinero en sus infortunios…” Los ingleses fueron tan agradecidos que luego
de ser derrotados y ya en trance de tener que partir para el interior, hicieron
una cena de despedida en la fonda de Bonfiglio y le dejaron a este una
conceptuosa carta de recomendación para otros ingleses. No sabemos si esto fue
un capote de plomo para el fondero antes las autoridades españolas y si su
accionar fue motivado por un sentimiento pro británico o simple humanidad. Pero
lo destacable, es lo ocurrido en aquella primera cena de ingleses y españoles sentados
a la misma mesa de la fonda.
En principio, como ya se dijo, don Juan Bonfiglio tenía
cierta inclinación por los británicos, sentimiento que no compartía su mesera
que para colmo, según Gillespie, era la hija y que se mostraba muy disgustada
mientras hacía el servicio de las mesas. Advertido esto por Gillespie, intérprete
mediante, la invitó a expresar libremente el motivo de su disgusto.
Agradeciendo la muchacha esta posibilidad, se dirigió especialmente a sus
compatriotas en un tono alto y firme para que la escucharan todos: “Desearía, caballeros, que nos hubiesen
informado más pronto de sus cobardes intenciones de rendir Buenos Aires, pues
apostaría mi vida que, de haberlo sabido, las mujeres nos habríamos levantado
unánimemente y rechazado los ingleses a pedradas.” De esta manera se enteraron los invasores que
no todas las muchachas de Buenos Aires se rendían ante sus cabellos rubios y
sus ojos azules; que debían desconfiar de las clases bajas y refugiarse en las
familias de bien que los recibieron gustosas alojándolos con gran comodidad y
sirviéndoles opíparos banquetes.
Veamos que cuenta Alexander al respecto: “Un día recibí una invitación para una comida
de un capitán de ingenieros… Todos los que se sentaron a una mesa muy larga
profusamente tendida, fueron tres, su esposa, el capitán y yo. No había
sirvientes presentes, excepto cuando entraban o sacaban los servicios que
consistieron en veinticuatro manjares: primero sopa y caldo, y sucesivamente
patos, pavos y todas las cosas que se producían en el país, con una gran fuente
de pescado al final… Los vinos de San Juan y Mendoza se hicieron circular
libremente y mientras gozábamos de nuestros cigarros, la dueña de casa con otras
dos damas, nos divirtieron con algunos lindos aires ingleses y españoles en la
guitarra, acompañados por esas voces femeninas. Comimos a las dos y la compañía
se deshizo para su siesta a las cuatro.” Si todo el
evento, incluidas las canciones, duró dos horas, los veinticuatro platos fueron
engullidos en poco más de una hora. Esta gente tenía estómagos de acero.
Más adelante hace una apreciación del comer de la ciudad,
que seguramente también probaron los invasores: “Una
serie de identidades predomina en la economía de sus mesas: chocolate y
bollitos dulces son el almuerzo común en las clases superiores, sopa que tiene
un almodrote[1] con pedacitos de
puerco, carne, porotos y numerosas legumbres; u otra clase (de almodrote) con huevos, pan y espinaca con tiras de
carne, es el primer plato; seguido por carne asada en tiras, y finalmente
pescado nadando en aceite, perfumado con ajo…” Las damas empujaban todo eso con agua
y los caballeros con vino blanco de San Juan o tinto de Mendoza. “…después fuman y se van a dormir siesta,
despertándose a eso de las cinco para oler el aire no para hacer el ejercicio
tan indispensable para la salud. Lo mismo se repite a las diez y el lecho
vuelve a ser su refugio. Tal serie de concesiones produce corpulencia… con
languidez intelectual… con el uso de yerba paraguaya, tienden a contrabalancear
aquellos desórdenes…” Sin duda, las familias que
alojaron a los oficiales ingleses, vivían para comer. Eso sí, sin pan que era muy caro porque aquí no existía aún la agricultura y el trigo se importaba de Río Grande, Brasil.
Pero no toda la población podía hartarse de esa manera: “No obstante la riqueza natural de América
del Sur, hay pocas regiones donde se vea más mendicidad. La abundancia de
alimento impide morirse de hambre, pero la pobreza de la clase baja aparece
siempre en sus ropas y su inmundicia.” Los pobres no
podían acceder a una buena alimentación y aún la carne, que abundaba, por la
manera de matar al animal y la forma de preparación para el consumo popular, la
hacían difícilmente alimenticia. “…
perseguido (por
un jinete) a toda carrera hasta enlazarlo (al animal), otro cazador hace lo mismo, y ambos tirando
en ángulos opuestos o lo voltean, o lo detienen, mientras un tercero
desmontando, desjarreta[2] las
dos patas traseras y luego lo degüella. En este estado febril era matado,
desollado y después de sangrar imperfectamente, las mantas de carne eran
arrancadas, puestas en un barril de salmuera durante veinticuatro horas,
secadas al sol después desaguarlas y embalarlas para el uso o el comercio… la
carne se endurece y a veces se pudre… en las Indias Occidentales[3] es
pronto comprada para los negros, que generalmente tienen marcada predilección
por el alimento muy salado y aún descompuesto.” ¿Acaso se preocupaban por el paladar de los
esclavos?
La observación de Gillespie nos permite tomar
conocimiento de esta situación pero, seguramente lo mismo que sus compañeros,
no probaron las carnes destinadas a los negros. Sin embargo, Víctor Ego Ducrot
en su “Los sabores de la patria”, nos
cuenta que Mariquita Sánchez de Thompson comentó en una de sus famosas
tertulias, que los invasores británicos habían comenzado a pagar sus culpas
comiendo lo malo que aquí se comía. Pero el ejército de ocupación se valía de
la comida para engañar a los habitantes, especialmente a los enrolados en la
resistencia, tratando de hacerles creer que sus tropas eran más numerosas de lo
que realmente eran. Para ello exigían un número de raciones para los soldados[4] muy
por encima de las necesidades verdaderas. Lo que no sabemos es que hacían con
la comida que sobraba. Seguramente cada soldado comía por varios porque en otra
parte del relato de Gillespie encontramos el siguiente comentario: “En el Cabo de Buena Esperanza[5]
nuestros soldados estaban débiles; pero aquí, aunque expuestos a tareas muy
penosas, y por la baratura de sus comidas, tenían un exceso de paga sobre sus
necesidades reales… por lo que podían darse el gusto con el licor” Es decir que estuvieron muy bien alimentados gratuitamente
y podían emborracharse con el dinero que les sobraba, en algunas de las
seiscientas pulperías que había en la ciudad.
Como dijimos al principio, luego de la derrota, los
británicos hicieron su cena de despedida en la fonda de Bonfiglio y se
aprestaron a viajar hacia el interior del virreinato, destino que les asignaron
los vencedores para evitar fugas o la posibilidades de reagruparse con otras
fuerzas enemigas. Los dejamos acá para, en una próxima nota, enterarnos como se
alimentaron en tierra adentro y que impresiones se llevaron de nuestros
gauchos.
BIBLIOGRAFÍA
Gillespie, Alexander; Buenos Aires y el Interior; Hyspamérica,
Buenos Aires, 1986.
Ducrot, Víctor Ego; Los sabores de la Patria; Grupo
Editorial Norma, Buenos Aires, 2010.
Rosa, José María; La historia de nuestro pueblo, Dos victorias
sobre Inglaterra; Zupa Ediciones; Buenos Aires, 1988.
[1]
Almodrote: mezcla confusa de
varias cosas, un guiso digamos o algo parecido a un locro.
[2]
Desjarretar: cortar los tendones de las patas traseras del animal, en este caso
vacuno.
[3]
Indias Occidentales: primer nombre dado al continente descubierto por Colón. En
los inicios del siglo XIX, se llamaba así a la zona del Caribe.
[4]
La ciudad debía proveer la alimentación de la tropa.
[5]
El Cabo de Buena Esperanza, en el extremo sur de África, fue el destino anterior de la fuerza británica antes de
invadir Buenos Aires.