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jueves, 1 de agosto de 2013

Banquetes Sanmartinianos



La alimentación del General San Martín durante la campaña libertadora.

Por Jorge Surraco Ba


Plaza San Martín de Gualeguay
 Cuando vivía en Gualeguay, nuestra casa estaba ubicada cerca de la Plaza San Martín. Cuando pasaba caminando, me quedaba mirando la estatua del prócer allí instalada. Siendo muy chico, me habían convencido que todas las mañanas, muy temprano, bajaban al caballo para que hiciera sus necesidades. ¿Y San Martín? Preguntaba yo. No había respuesta a mi interrogante. Siempre me preocupó que los próceres que nos enseñaban en la escuela fueran tan perfectos, inmaculados, sin rasgos, costumbres o necesidades que los acercaran a nosotros, pobres seres humanos. Con el tiempo y mis lecturas cuidadosas de libros por todos conocidos, fui descubriendo que la imagen que nos daba el colegio de los próceres era falsa, pero que las debilidades, dudas, urgencias materiales y espirituales que tenían, engrandecían la obra que habían hecho y lo más importante, los ponían cerca de nosotros, en veredas próximas de la vida, sin desconocer la grandiosidad de sus personas.

            Hoy se conoce, se podría pensar de manera masiva (la televisión lo ha tratado[1]), que San Martín era una persona que padeció muchas enfermedades. Bartolomé Mitre, uno de sus más importantes biógrafos, deja constancia que a los 37 años era un “valetudinario”, es decir, un enfermizo. Entre las enfermedades que padeció, nos interesa en función de la temática de este blog que se ocupa del comer; destacar su gastropatía, sin entrar en detalles dado que no es la finalidad de esta nota, tratar las enfermedades del Libertador.
 
Litografía de Gericault - 1819
            De la Biografía de Mitre[2], podemos entresacar: “Llevaba una vida más que modesta, austera.” “Era un madrugador y se desayunaba ligeramente.” “En su mesa era muy parco y sobrio…” “…su bebida habitual era el café…”  Pero no es solamente Mitre quién habla de esta preferencia. Manuel de Olazábal, uno de sus oficiales destacados, relata en sus memorias el siguiente episodio de 1823 cuando San Martín, enfermo y decepcionado, regresando del Perú y Chile, se encuentran en la cumbre de la cordillera: “…invitado a descansar y a tomar un poco de té o café, aceptó, y ayudándolo a bajar de la mula, se sentó sobre una montura… Inter se cebaba un mate de café que prefirió... y dijo:
            -¡Qué Diablos!, me ha fatigado esta subida…
         Después que tomó el café con un biscochuelo, mirándolo exclamó:
         -¡Tiempo hace hijo, que mi boca no saborea un manjar tan exquisito!...[3]
Seguramente un gastroenterólogo actual hubiese censurado esta adición al café. No lo decimos por conocimientos médicos, sino por experiencia personal.

            Para seguir conociendo sus costumbres gastronómicas, recorreremos los testimonios de viajeros y agentes extranjeros que lo conocieron y frecuentaron, especialmente durante su campaña libertadora.


            Jean Adam Graaner, un viajero sueco dice sobre las costumbres de San Martín: “No aprecia las delicias de una buena mesa y otras comodidades de la vida, pero por otro lado, le gusta una copa de buen vino.” [4] Sobre este dato volveremos más adelante porque es una de las cosas que sus detractores difundieron: ser afecto a las bebidas alcohólicas. Precisamente en este sentido W. G. D. Worthington, un agente norteamericano, expresa: “Es… sobrio en el comer y el beber; quizá esto último lo considere necesario para conservar su salud, especialmente la sobriedad en el beber.”  Y más adelante en su relato, cuando lo visita luego de la batalla de Maipú, agrega: “Yo llegué al campo mientras el Director, el general San Martín y oficiales estaban en un almuerzo campestre… Entré poco después y los encontré comiendo, sin platos, y casi todos con una pierna de pavita en una mano y con un trozo de pan en la otra… San Martín, levantándose, me ofreció un trozo de pan y otro de pavita… Brindé con el Director, bebiendo hasta la última gota de un vaso de vino Carlón, a la usanza soldadesca.”[5]

            El coronel Manuel Alejandro Pueyrredón, del Ejército de los Andes, escribió una semblanza de San Martín donde habla de sus gustos gastronómicos y de sus conocimientos respecto a los vinos.
 
            En su sistema alimenticio, dice Pueyrredón, era parco al extremo, aunque su casa y su mesa estuviesen montados, como lo estaban, a la altura correspondiente a su rango. Siempre asistía a la mesa, pero a presidirla de ceremonia o de tertulia. El comía solo en su cuarto y a las doce del día, un puchero sencillo, un asado, con vino de Burdeos y un poco de dulce. Se le servía en una pequeña mesa, se sentaba en una silla baja y no usaba sino un solo cubierto; y concluida su frugal comida se recostaba en su cama y dormía un par de horas.”  A este menú solía sumarse el café, al que era muy afecto, pero que tomaba con bombilla en compañía de alguno de sus oficiales.
         “Era gran conocedor de vinos –continúa Pueyrredón – y se complacía en hacer comparaciones entre los diferentes vinos de Europa, pero particularmente de los de España, que nombraba uno por uno describiendo sus diferencias, los lugares en que se producían y la calidad de terrenos en que se cultivaban las viñas.”[6]

            Pero también, el Libertador elogiaba los vinos mendocinos y sanjuaninos, ponderándolos entre los mejores que él conocía. Manuel de Olazábal cuenta que en cierta oportunidad, San Martín hizo poner vino de Málaga en botellas de Mendoza y viceversa; cuando llegaron los comensales, les sirvió de ambos vinos y les pidió sus opiniones. Todos coincidieron en qué el vino que decía “Mendoza” era bueno pero hasta por ahí nomás; en cambio elogiaron entusiastamente el que decía “Málaga”. Cuando el Libertador les explicó su triquiñuela debieron aceptar la razón que lo asistía para defender el vino cuyano.[7]


            El humor y estas pequeñas trampas que hacía ligadas a los almuerzos, eran otro aspecto de su personalidad. “Antonio Arcos, que fue jefe de ingenieros en el Ejército de los Andes, se jactaba de trinchar aves como nadie. Cierto día, San Martín decidió jugarle una broma y le hizo traer un pato no suficientemente cocinado. Además le dio una cuchilla casi sin filo. Y lo azuzó:
         -¡Vamos, señor Arcos, veamos cómo nos trincha usted ese pato!
         Mientras Arcos transpiraba tratando de demostrar su arte, San Martín y los oficiales que le acompañaban –y que estaban en el asunto- bromeaban a costas del improvisado cocinero. Hasta que una carcajada general hizo caer a Arcos de qué se trataba.”[8]

            Pero el Gran Capitán era también creador de recetas de cocina. De esto nos enteramos por el libro COCINA ECLÉTICA de Juana Manuela Gorriti, libro confeccionado, según la misma autora expresa con recetas enviadas por sus amigas de Argentina, Bolivia y Perú, lugares todos donde vivió. En la página 52 de la edición que disponemos (aparentemente facsimilar de otra anterior aunque no lo referencia), incluye un “Dorado á la San Martín”  firmado por Deidamia Sierra de Torrens de la ciudad de Metán y dice así, literalmente:
             Diz que allá, cuando este héroe, en su gloriosa odisea, cabalgaba por los pagos vecinos al Pasage, un día, al salir de Metan, pronto á partir, y ya con el pié en el estribo, rehusaba el almuerzo que, servido, le presentaban, llegó un pescador trayéndole el obsequio de un hermoso dorado; tan hermoso, que el adusto guerrero le dio una sonrisa.
         Alentados con ella sus huéspedes:
         -Ah! Señor! –exclamaban, alternativamente.
         -Siquiera estos huevos.
         -Siquiera esta carne fria en picadillo!
         -Siquiera estas aceitunas!
         -Siquiera estas nueces!
         San Martín se volvió hacia sus dos asistentes:
         -Al vientre del pescado –dijo- todas esas excelentes cosas, y en marcha! –dijo, y partió á galope.
         Escamado, abierto, vacio y limpio en un amen el hermoso dorado, fué relleno con el picadillo, los huevos duros en rebanadas, las aceitunas y las nueces, peladas y molidas. Cerrado el vientre con una costura, envuelto en un blanquísimo mantel, fué entregado á los dos asistentes, que á carrera tendida partieron, y adelantando al general, llegaron á la siguiente etapa, donde el famoso dorado fué puesto al horno, y asado, y calientito lo aguardaban para serle servida en la comida. En su sobriedad, San Martín quiso que ésta se limitara al pescado y su relleno.”  (Se ha respetado la ortografía original del texto)[9].
         Verdad o fantasía creadora, la anécdota es coincidente con la personalidad gastronómica del Libertador de medio continente sudamericano.


[1] Historia Clínica, Cap 9. Miniserie de TV transmitida por Telefé dirigida por Sebastián Ortega.
[2] Mitre, Bartolomé; Historia de San Martín y la Emancipación Americana. (Referenciado por Oriol I Anguera)
[3] De Olazábal, Manuel; Memoria y Episodios de la Guerra de la Independencia; Gualeguaychú, 1864. Referenciado por José Luis Busaniche.
[4] Graaner, Jena Adam; Las Provincias del Río de la Plata en 1816;( transcripto por José Luis Busaniche en Estampas del pasado, parte 1; Hyspamérica; Buenos Aires 1986).
[5] Transcripto por Busaniche, José Luis; San Martín visto por sus contemporáneos, Buenos Aires, 1942. (Incluido en Estampas del pasado, tomo 1)
[6] Diario La Prensa, febrero de 1978, en el bicentenario del nacimiento del prócer.
[7] Diario La Razón, febrero de 1978, suplemento por el bicentenario del nacimiento de prócer.
[8] Idem referencia 7.
[9] Gorriti, Juana Manuela; Cocina Ecléctica; Librería Sarmiento S.R.L., Buenos Aires, 1977.


BIBLIOGRAFÍA
Oriol I Anguera, A. –Agonía interior del muy Egregio Señor José de San Martín y Matorras- Librería del Colegio, Buenos Aires, 1954.
Gorriti, Juana Manuela –Cocina Ecléctica- Librería Sarmiento S.R.L., Buenos Aires, 1977.
Busaniche, José Luis –Estampas del pasado, tomo 1- Hyspamérica, Buenos Aires, 1986.
Diarios La Prensa y La Razón de Buenos Aires, Febrero de 1978.

domingo, 9 de junio de 2013

¿Qué comieron los ingleses cuando nos invadieron en 1806?



Primera parte.
 Por Jorge Surraco Ba

Denis Pack, jefe del Reg 71, integrante de las fuerzas invasoras
Puede parecer trivial que nos ocupemos de cómo se alimentaron los invasores, cuando la invasión en sí misma produjo importantes alteraciones en la política de las colonias americanas, pero este tema está profusamente tratado por los especialistas y, por nuestra parte, tenemos la tendencia de mirar los hechos del pasado por el lado de la cotidianidad y en este caso por el muy humano y necesario del comer. Además, detenernos en este aspecto, nos permite analizar como fueron tratados los ingleses; quienes los recibieron bien y quienes de entrada pensaban como sacárselos de encima. Porque no nos engañemos, anglófilos los hubo y muy contentos estaban con dejar de ser virreinato español para convertirse en colonia inglesa. Algunos de los que se inclinaban por esta idea lo hacían por intereses económicos, especialmente los comerciantes ligados al contrabando; otros por estrategia pensando que uniéndose a Inglaterra podrían liberarse del rey español y otros por simple cipayismo. Nada nuevo bajo el sol.


  Para tratar este tema de las comidas nos basaremos en el libro “Buenos Aires y el Interior” de Alexander Gillespie, oficial inglés que participó de esa invasión y se tomó el trabajo de escribir sus impresiones sobre el país. Si bien el autor, como es lógico, expresa los intereses de su corona y su visión de hombre “civilizado” respecto a un remoto país “salvaje”, no deja de brindarnos jugosa información sobre aspectos de la vida cotidiana de entonces. En esta oportunidad vamos a referirnos a su estada en Buenos Aires, dejando para otra oportunidad su relato sobre el interior, donde son internados los invasores luego de ser derrotados en la Reconquista de Buenos Aires.

  
Recorrido de la flota invasora antes de desembarcar.
            Luego de dar una vuelta por el Río de la Plata frente a la ciudad de Buenos Aires, la flota imperial se detiene frente a la costa de Quilmes el 25 de junio de 1806 y comienza el desembarco. La resistencia ofrecida por las fuerzas locales no fue decidida ni efectiva, por lo que debieron replegarse  sobre la ciudad, situación que permitió el avance de los invasores. No vamos a detenernos sobre los detalles militares, por lo demás muy conocidos y que no son nuestro objeto, sólo deseábamos contextualizar el tema que vamos a tratar.                                                                                                                                                                                                       El día 27 se intima la capitulación a la ciudad cuyas las autoridades aceptan primero de palabra y de inmediato. Ya sabemos que Sobremonte se había tomado la diligencia. No obstante notamos que las fuerzas invasoras tardaron dos días para recorrer una distancia no muy grande (algo más de 20 Km.) con una tropa que apenas superaba los 1600 hombres. Claro que había llovido y los caminos eran bastante pantanosos. El 26 a la tarde estaban a 4 Km. de la ciudad y había dejado de llover. La tarde era hermosa y contemplábamos desde nuestra posición las altas torres de Buenos Aires…”   nos relata Gillespie. Pero al otro día volvió a llover y el hambre ya preocupaba bastante a la tropa. 

Insignia del 71 tomada luego de la Reconquista.
         “Entrábamos en la capital por la tarde en espaciada formación de columna, para presentar una vista imponente de nuestra pequeña banda, en medio de un aguacero y por una subida muy resbalosa. Los balcones de las casas estaban alineados con el bello sexo, que daba la bienvenida con sonrisas y no parecía de ninguna manera disgustada con el cambio.”   Ya tenemos los primeros partidarios de los invasores; las chicas en edad de merecer. En descargo tenemos que decir que en esos años había mayor número de mujeres que de hombres en Buenos Aires y unos rubios de ojos azules no venían mal, aunque para la religión dominante en las colonias, los ingleses fueran herejes. A pesar de esto hubo varios casamientos “mixtos”, algunos resueltos de manera algo graciosa.

            Pero veamos como fue la primera comida de los invasores: “Después de… examinar varias partes de la ciudad, los más de nosotros fuimos compelidos a ir en busca de algún refrigerio… Nos guiaron a la fonda de los Tres Reyes, en la calle del mismo nombre…”  En realidad la calle se llamaba “Santo Cristo” que es la actual “25 de Mayo”.  Sigue Alexander: “…Una comida de tocino y huevos fue todo lo que pudieron dar, pues cada familia consume  sus compras de la mañana en la misma tarde, y los mercados cierran temprano…”  Luego advierte que a la misma mesa se sentaron oficiales españoles con los que horas antes habían combatido y que ahora compartían el mismo y menguado menú. Y en este punto se produce un interesante episodio sobre el que vale la pena detenerse.

Pulpería. Litografía de Bacle.
            El dueño de la fonda era un señor Juan Bonfiglio que resultó muy venerado, agradecido y recomendado por los invasores porque, según Gillespie, “…Ese posadero resultó bondadoso amigo de nuestra nación, proporcionando asilo gratuito a muchos prisioneros comerciantes caídos en manos del enemigo después de la reconquista, que fueron olvidados y abandonados. Los vistió y alimentó, y no faltaron ofrecimientos de dinero en sus infortunios…”  Los ingleses fueron tan agradecidos que luego de ser derrotados y ya en trance de tener que partir para el interior, hicieron una cena de despedida en la fonda de Bonfiglio y le dejaron a este una conceptuosa carta de recomendación para otros ingleses. No sabemos si esto fue un capote de plomo para el fondero antes las autoridades españolas y si su accionar fue motivado por un sentimiento pro británico o simple humanidad. Pero lo destacable, es lo ocurrido en aquella primera cena de ingleses y españoles sentados a la misma mesa de la fonda.

            En principio, como ya se dijo, don Juan Bonfiglio tenía cierta inclinación por los británicos, sentimiento que no compartía su mesera que para colmo, según Gillespie, era la hija y que se mostraba muy disgustada mientras hacía el servicio de las mesas. Advertido esto por Gillespie, intérprete mediante, la invitó a expresar libremente el motivo de su disgusto. Agradeciendo la muchacha esta posibilidad, se dirigió especialmente a sus compatriotas en un tono alto y firme para que la escucharan todos: “Desearía, caballeros, que nos hubiesen informado más pronto de sus cobardes intenciones de rendir Buenos Aires, pues apostaría mi vida que, de haberlo sabido, las mujeres nos habríamos levantado unánimemente y rechazado los ingleses a pedradas.”  De esta manera se enteraron los invasores que no todas las muchachas de Buenos Aires se rendían ante sus cabellos rubios y sus ojos azules; que debían desconfiar de las clases bajas y refugiarse en las familias de bien que los recibieron gustosas alojándolos con gran comodidad y sirviéndoles opíparos banquetes.

Beresford, jefe de la invaasión
            Veamos que cuenta Alexander al respecto: “Un día recibí una invitación para una comida de un capitán de ingenieros… Todos los que se sentaron a una mesa muy larga profusamente tendida, fueron tres, su esposa, el capitán y yo. No había sirvientes presentes, excepto cuando entraban o sacaban los servicios que consistieron en veinticuatro manjares: primero sopa y caldo, y sucesivamente patos, pavos y todas las cosas que se producían en el país, con una gran fuente de pescado al final… Los vinos de San Juan y Mendoza se hicieron circular libremente y mientras gozábamos de nuestros cigarros, la dueña de casa con otras dos damas, nos divirtieron con algunos lindos aires ingleses y españoles en la guitarra, acompañados por esas voces femeninas. Comimos a las dos y la compañía se deshizo para su siesta a las cuatro.”   Si todo el evento, incluidas las canciones, duró dos horas, los veinticuatro platos fueron engullidos en poco más de una hora. Esta gente tenía estómagos de acero.

            Más adelante hace una apreciación del comer de la ciudad, que seguramente también probaron los invasores: “Una serie de identidades predomina en la economía de sus mesas: chocolate y bollitos dulces son el almuerzo común en las clases superiores, sopa que tiene un almodrote[1] con pedacitos de puerco, carne, porotos y numerosas legumbres; u otra clase (de almodrote) con huevos, pan y espinaca con tiras de carne, es el primer plato; seguido por carne asada en tiras, y finalmente pescado nadando en aceite, perfumado con ajo…” Las damas empujaban todo eso con agua y los caballeros con vino blanco de San Juan o tinto de Mendoza. “…después fuman y se van a dormir siesta, despertándose a eso de las cinco para oler el aire no para hacer el ejercicio tan indispensable para la salud. Lo mismo se repite a las diez y el lecho vuelve a ser su refugio. Tal serie de concesiones produce corpulencia… con languidez intelectual… con el uso de yerba paraguaya, tienden a contrabalancear aquellos desórdenes…”  Sin duda, las familias que alojaron a los oficiales ingleses, vivían para comer. Eso sí, sin pan que era muy caro porque aquí no existía aún la agricultura y el trigo se importaba de Río Grande, Brasil.
 
Gauchos carneando de Palliere
            Pero no toda la población podía hartarse de esa manera: “No obstante la riqueza natural de América del Sur, hay pocas regiones donde se vea más mendicidad. La abundancia de alimento impide morirse de hambre, pero la pobreza de la clase baja aparece siempre en sus ropas y su inmundicia.”  Los pobres no podían acceder a una buena alimentación y aún la carne, que abundaba, por la manera de matar al animal y la forma de preparación para el consumo popular, la hacían difícilmente alimenticia. “… perseguido (por un jinete) a toda carrera hasta enlazarlo (al animal), otro cazador hace lo mismo, y ambos tirando en ángulos opuestos o lo voltean, o lo detienen, mientras un tercero desmontando, desjarreta[2] las dos patas traseras y luego lo degüella. En este estado febril era matado, desollado y después de sangrar imperfectamente, las mantas de carne eran arrancadas, puestas en un barril de salmuera durante veinticuatro horas, secadas al sol después desaguarlas y embalarlas para el uso o el comercio… la carne se endurece y a veces se pudre… en las Indias Occidentales[3] es pronto comprada para los negros, que generalmente tienen marcada predilección por el alimento muy salado y aún descompuesto.”  ¿Acaso se preocupaban por el paladar de los esclavos? 

El carnicero, litografía de Bacle.
            La observación de Gillespie nos permite tomar conocimiento de esta situación pero, seguramente lo mismo que sus compañeros, no probaron las carnes destinadas a los negros. Sin embargo, Víctor Ego Ducrot en su “Los sabores de la patria”, nos cuenta que Mariquita Sánchez de Thompson comentó en una de sus famosas tertulias, que los invasores británicos habían comenzado a pagar sus culpas comiendo lo malo que aquí se comía. Pero el ejército de ocupación se valía de la comida para engañar a los habitantes, especialmente a los enrolados en la resistencia, tratando de hacerles creer que sus tropas eran más numerosas de lo que realmente eran. Para ello exigían un número de raciones para los soldados[4] muy por encima de las necesidades verdaderas. Lo que no sabemos es que hacían con la comida que sobraba. Seguramente cada soldado comía por varios porque en otra parte del relato de Gillespie encontramos el siguiente comentario: “En el Cabo de Buena Esperanza[5] nuestros soldados estaban débiles; pero aquí, aunque expuestos a tareas muy penosas, y por la baratura de sus comidas, tenían un exceso de paga sobre sus necesidades reales… por lo que podían darse el gusto con el licor”  Es decir que estuvieron muy bien alimentados gratuitamente y podían emborracharse con el dinero que les sobraba, en algunas de las seiscientas pulperías que había en la ciudad.

            Como dijimos al principio, luego de la derrota, los británicos hicieron su cena de despedida en la fonda de Bonfiglio y se aprestaron a viajar hacia el interior del virreinato, destino que les asignaron los vencedores para evitar fugas o la posibilidades de reagruparse con otras fuerzas enemigas. Los dejamos acá para, en una próxima nota, enterarnos como se alimentaron en tierra adentro y que impresiones se llevaron de nuestros gauchos.
 
BIBLIOGRAFÍA
Gillespie, Alexander; Buenos Aires y el Interior; Hyspamérica, Buenos Aires, 1986.
Ducrot, Víctor Ego; Los sabores de la Patria; Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, 2010.
Rosa, José María; La historia de nuestro pueblo, Dos victorias sobre Inglaterra; Zupa Ediciones; Buenos Aires, 1988.
www.revisionistas.com.ar  -  Bodegones, fondines y fondas.

[1] Almodrote: mezcla confusa de varias cosas, un guiso digamos o algo parecido a un locro.
[2] Desjarretar: cortar los tendones de las patas traseras del animal, en este caso vacuno.
[3] Indias Occidentales: primer nombre dado al continente descubierto por Colón. En los inicios del siglo XIX, se llamaba así a la zona del Caribe.
[4] La ciudad debía proveer la alimentación de la tropa.
[5] El Cabo de Buena Esperanza, en el extremo sur de África, fue el destino  anterior de la fuerza británica antes de invadir Buenos Aires.

lunes, 20 de mayo de 2013

Leonardo Da Vinci entre conejos, servilletas y manteles



Por Jorge Surraco Ba

Los manteles siempre han conformado un entorno importante dentro del acto ritual del comer, tanto como la vajilla que se utiliza. Si bien esta última puede perder importancia a medida que se baja en la escala social, el mantel mantiene o mejor dicho, mantenía su prosapia. El cambio de tiempo verbal se debe a que las urgencias de la actualidad, lo han relegado bastante suplantándolo por los llamados “individuales” de muy variado carácter.
Pero durante las infancias de clase media baja, de los años 1940 y 1950, el mantel, sobre todos los destinados a homenajear a “las visitas”, podía ser un dolor de cabeza por los coscorrones que se recibían ante determinado trato que daban los chicos a este cobertor de la mesa, de acuerdo a la categoría del mismo. A mayor categoría, más fuerte el coscorrón. Porque había varios tipos de manteles: los ya mencionados, “para las visitas”; los asignados al uso intrafamiliar y los de la mesa de la cocina que eran habitualmente de hule, antecesor del plástico en estos menesteres.

Los del primer tipo estaban hechos de hilo de lino o de algodón, de hermosa trama y textura y que presentaban verdaderas obras de arte del bordado, a veces realizado por las madres de esas familias, cuando preparaban el ajuar de su futuro matrimonio, acción que se comenzaba a llevar a cabo mucho antes de la aparición del candidato. Otros manteles habían pertenecido a la familia por varias generaciones y alguno, quizá, había inmigrado en el baúl de  algún antepasado.

Los de uso intrafamiliar de tela más tosca y los de hule, toleraban un trato más rudo, pero los chicos tenían igualmente una mala relación con ellos. Con los de hule, por el peligro de hacerles un tajo o agujero con los cubiertos y los de tela por la posibilidad de ser arrastrados en una levantada brusca de la mesa. Otro de los problemas, era la tendencia a limpiarse la boca con la parte colgante del mantel dada la resistencia infantil al uso de las servilletas pero para evitar, educadamente, recurrir a la práctica de limpiarse con las mangas de la ropa.
Pero esas madres desconocían los comportamientos en la mesa de los nobles del Renacimiento en Italia, que las hubiesen dejado paralizadas tan sólo con tener noticias de ellas. Pero la presencia de un genio ante esas conductas, fue origen de reflexiones, recetas e inventos gastronómicos de gran interés.

Leonardo Da Vinci, de él se trata, además de autor de su conocida y genial obra artística, fue maestro de festejos y banquetes en la corte de Ludovico Sforza “El Moro”, gobernador de Milán. 

Antes había intentado emprendimientos en tabernas por cuenta propia que habían fracasado. Durante su desempeño en la corte de los Sforza, pudo desarrollar su inventiva gastronómica tanto en recetas como inventos y recomendaciones. De todo esto, como era su costumbre, tomaba notas, hacía bocetos y registraba los mínimos detalles de sus observaciones que, durante mucho tiempo, estuvieron diseminadas y desconocidas en diferentes archivos. Hace unos quince o más años, Shelag y Jonathan Routh, compilaron y editaron parte de ese material donde se puede encontrar una jugosa y gustosa semblanza de la época en cuanto a los estómagos se refiere.

Con respecto al tema de esta nota debemos decir que a Leonardo le preocupaban mucho los recursos higiénicos en la mesa aplicados por su señor Ludovico. Dejemos que él mismo nos lo cuente:

“La costumbre de mi señor Ludovico de amarrar conejos adornados con cintas a las sillas de los convidados a su mesa, de manera que puedan limpiarse las manos impregnadas de grasa sobre los lomos de las bestias, se me antoja impropia del tiempo y la época en que vivimos. Además, cuando se recogen las bestias tras el banquete y se llevan al lavadero, su hedor impregna las demás ropas con las que se los lava. Tampoco apruebo la costumbre de mi señor de limpiar su cuchillo en los faldones de sus vecinos de mesa.”

También le preocupaba el estado en que quedaban los manteles luego de finalizados los banquetes por lo que trató de inventar algo que atenúe esa suciedad. Sigamos leyendo a Leonardo.

Al inspeccionar los manteles de mi señor Ludovico, luego de que los comensales han abandonado la sala de banquetes, hállome contemplando una escena de tan completo desorden y depravación, más parecida a los despojos de un campo de batalla que a ninguna otra cosa, que ahora considero prioritario,… dar una alternativa.”


“Ya he dado con una. He ideado que a cada comensal se le dé su propio paño que, después de ensuciado por sus manos y su cuchillo, podrá plegar para de esta manera no profanar la  apariencia de la mesa con su suciedad. ¿Pero cómo habré de llamar a estos paños? ¿Y cómo habré de presentarlos?”   
   
            El maestro Da Vinci, no se había dado cuenta que había inventado la servilleta para aliviar a los conejos y se había acercado a los manteles individuales. Llegó a dibujar distintos diseños para esos paños y diferentes maneras de doblarlos pero dudaba de que los nobles hicieran buen uso de él. No escribió más sobre el tema pero le confió al embajador Pietro Alemanni su preocupación sobre la suciedad en las mesas y el resultado que obtuvo en la primera aplicación de su paño. Alemanni lo cuenta en una carta:

            “…Y en la víspera de hoy presentó en la mesa su solución a ello (la suciedad en las mesas de banquete), que consistía en un paño individual dispuesto sobre la mesa frente a cada invitado destinado a ser manchado, en sustitución del mantel. Pero con gran inquietud del maestro Leonardo, nadie sabía como utilizarlo o qué hacer con él. Algunos se dispusieron a sentarse sobre él. Otros se sirvieron de él para sonarse las narices. Otros se lo arrojaban como por juego. Otros, envolvían en él las viandas, que ocultaban en sus bolsillos. Y cuando hubo acabado la comida, el mantel principal quedó ensuciado como en ocasiones anteriores. El maestro Leonardo me confió su desesperanza de que su invención lograra establecerse.”

             Pobre maestro Leonardo. Su problema era servir a semejantes bestias. A la distancia, nuestras madres valorarán la pinturita que éramos sus hijos comparados con tamaños personajes de una época que generalmente se pinta y se imagina, con la delicadeza de los sones de un laúd. 

En otros de sus escritos, Da Vinci, vuelve sobre estos comportamientos pero no lo hace con un sentido crítico severo sino como la observación de un problema natural al que él le debe encontrar remedio. Pero esto será tema de una nota futura.

BIBLIOGRAFÍA
Da Vinci, Leonardo; Notas de cocina; Shelag y Jonathan Routh, compiladores; Colección Raros y Curiosos, España, 1999.